La IGM en España: aliadófilos, germanófilos y un sueño
Una de las más acendradas
costumbres de esta España que nos ha tocado en suerte es la de que
siempre tiene que haber dos bandos que se lleven a la greña: del Madrid o
del Barça, de Manolete o de Belmonte, rojos o azules, con cebolla o sin
cebolla...
costumbres de esta España que nos ha tocado en suerte es la de que
siempre tiene que haber dos bandos que se lleven a la greña: del Madrid o
del Barça, de Manolete o de Belmonte, rojos o azules, con cebolla o sin
cebolla...
La costumbre viene de antiguo y por ello, cuando el gobierno de don Eduardo Dato
decide declararse neutral ante el estallido de la Primera Guerra
Mundial, inmediatamente se formaron dos bandos enfrentados: los
aliadófilos y los germanófilos.
Cuando un 28 de junio, en Sarajevo, el heredero del imperio Austrohúngaro, Francisco Fernando, y su esposa la duquesa de Hohenberg, eran abatidos por Gavrilo Princip tras sobrevivir a un primer intento perpetrado por Nedeljko Čabrinović,
ambos anarquistas miembros de una sociedad secreta, bosnios y, como
tales, súbditos austriacos aunque de raza serbia (bonito lío de
nacionalidades), España era un país destrozado económica, social y
militarmente. Por eso la decisión de Dato fue acertada aunque, como
siempre, al final lo estropeásemos.
Neutralidad ‘aliada’
He leído por ahí que las potencias, en general, no tenían demasiado
interés en que España entrase en el conflicto o, dicho de otro modo, que
tenían especial interés en que se mantuviese neutral. Me permito
discrepar. Del campo aliado empezaron pronto las presiones para que nos
implicásemos directamente en la contienda. Especialmente de Francia,
nuestro vecino. Curiosa es una carta, datada en noviembre de 1914, muy
extensa, de un tal Louis Charles de Freycinet
(nada que ver con el cava) y que se autodenomina como “un hombre de
Estado francés, demasiado viejo para ser útil a su patria en el campo
activo” (la traducción es mía). En ella da toda clase de razones para no
quedarnos fuera de la guerra e, incluso, llega a caer en la adulación
mas descarada cuando pide al presidente una aportación de cincuenta o
cien mil hombres, calificándola de una ayuda preciosa “dado el valor de
la nación española” (las mayúsculas son suyas y la traducción vuelve a
ser mía). Pero el gobierno se mantiene firme y cada vez que una potencia
declara su entrada en el conflicto, en la Gaceta se publica la neutralidad española.
neutralidad (agosto de 1914), empieza el fuego, esta vez amigo, contra
tal decisión y así, en el Diario Universal se publica un editorial, sin firma pero que todo el mundo atribuye sin el menor género de duda a Romanones, en el que se propugnaba la alineación con los aliados. El editorial se intitulaba Neutralidades que matan. Hay que reconocer que el título lo dice todo.
Pues si éste era fuego amigo, de los corresponsables de gobierno junto con Dato, desde el otro bando tampoco se callaba y así Lerroux,
por aquel entonces del Partido Republicano Radical, se expresaba
también su orientación aliadófila “junto a las democracias
occidentales”. Si bien Romanones aprendió pronto y dejó de remar contra
corriente, al ver como el gobierno en pleno y el Rey eran unánimemente
proclives a la neutralidad, Lerroux siguió nadando en aguas pantanosas
defendiendo se diesen facilidades a la exportación de ganado mular a
Francia por sus necesidades en el conflicto. El listo abogado ya
apuntaba maneras en el tratar de obtener beneficios personales de
asuntos públicos, hasta que años más tarde se viera salpicado por el asunto del estraperlo que ya comentamos en este mismo foro.
El dilema del Rey
La disputa entre ambos bandos, afortunadamente nada bélica aunque
belicista, quedaba obviamente en apasionados debates dialécticos. Aunque
no se vayan a creer que quedaba en la calle, los cafés o en los
círculos periodísticos y políticos. Hasta el propio monarca tenía el
conflicto en su propia casa: la Reina Madre era austriaca y, en su
consecuencia, era proclive a los intereses de las potencias
centroeuropeas, mientras que la Reina consorte era inglesa y, por ende,
sus hermanos luchaban en las filas de la Entente (de hecho uno de ellos
moriría en las trincheras de Bélgica). Don Alfonso tuvo
que bregar con la incómoda situación “doméstica” a la par que
desarrollaba una ingente labor humanitaria. El Palacio Real se había
convertido, en una feliz expresión de un amigo personal del Rey, “en una
Cruz Roja en miniatura”. Las estadísticas sobre su labor son harto
elocuentes: 5.000 peticiones de repatriación de heridos graves, 25.000
investigaciones familiares en los territorios ocupados, 4.000 cartas
diarias en el correo. Su labor fue ensalzada por la Sorbona parisina,
así como por el arzobispo de Malinas. Justo es que se lo reconozcamos
nosotros también.
no era apetecible para la mayoría absoluta de los españoles”. Dicho en
román paladino, que nos importaba un ardite el asunto, habida cuenta de
los problemas patrios, que ya eran bastantes y asaz graves como para
mantenernos ocupados.
Pero el Gobierno, y el propio Rey, sí tenían un sueño a lograr
mediante la neutralidad: el convertirse en árbitros de una futura paz.
Dicho sueño se contiene en una misiva que el propio Dato enviara a Maura
y en la que se puede leer “¿No serviríamos mejor, a los unos y a los
otros, conservando nuestra neutralidad, para tremolar un día la bandera
blanca y reunir, si tanto alcanzáramos, una Conferencia de Paz en
nuestro país, para que pusiera término a la presente lucha? Para eso
tenemos linaje y autoridad moral, y quién sabe si a ello seremos
requeridos”. Bonito sueño que quedó en quimera, pero ahí quedaron los
beneficios para la economía del país, desaprovechados luego con el
espiral especulativo post-bélico, y la gran imagen de la monarquía
española en aquel momento.
decide declararse neutral ante el estallido de la Primera Guerra
Mundial, inmediatamente se formaron dos bandos enfrentados: los
aliadófilos y los germanófilos.
Cuando un 28 de junio, en Sarajevo, el heredero del imperio Austrohúngaro, Francisco Fernando, y su esposa la duquesa de Hohenberg, eran abatidos por Gavrilo Princip tras sobrevivir a un primer intento perpetrado por Nedeljko Čabrinović,
ambos anarquistas miembros de una sociedad secreta, bosnios y, como
tales, súbditos austriacos aunque de raza serbia (bonito lío de
nacionalidades), España era un país destrozado económica, social y
militarmente. Por eso la decisión de Dato fue acertada aunque, como
siempre, al final lo estropeásemos.
Neutralidad ‘aliada’
He leído por ahí que las potencias, en general, no tenían demasiado
interés en que España entrase en el conflicto o, dicho de otro modo, que
tenían especial interés en que se mantuviese neutral. Me permito
discrepar. Del campo aliado empezaron pronto las presiones para que nos
implicásemos directamente en la contienda. Especialmente de Francia,
nuestro vecino. Curiosa es una carta, datada en noviembre de 1914, muy
extensa, de un tal Louis Charles de Freycinet
(nada que ver con el cava) y que se autodenomina como “un hombre de
Estado francés, demasiado viejo para ser útil a su patria en el campo
activo” (la traducción es mía). En ella da toda clase de razones para no
quedarnos fuera de la guerra e, incluso, llega a caer en la adulación
mas descarada cuando pide al presidente una aportación de cincuenta o
cien mil hombres, calificándola de una ayuda preciosa “dado el valor de
la nación española” (las mayúsculas son suyas y la traducción vuelve a
ser mía). Pero el gobierno se mantiene firme y cada vez que una potencia
declara su entrada en el conflicto, en la Gaceta se publica la neutralidad española.
Romanones dejó de remar contracorriente, pero Lerroux siguió nadando en aguas pantanosas.Pues bien, apenas pasados unos días desde dicha declaración de
neutralidad (agosto de 1914), empieza el fuego, esta vez amigo, contra
tal decisión y así, en el Diario Universal se publica un editorial, sin firma pero que todo el mundo atribuye sin el menor género de duda a Romanones, en el que se propugnaba la alineación con los aliados. El editorial se intitulaba Neutralidades que matan. Hay que reconocer que el título lo dice todo.
Pues si éste era fuego amigo, de los corresponsables de gobierno junto con Dato, desde el otro bando tampoco se callaba y así Lerroux,
por aquel entonces del Partido Republicano Radical, se expresaba
también su orientación aliadófila “junto a las democracias
occidentales”. Si bien Romanones aprendió pronto y dejó de remar contra
corriente, al ver como el gobierno en pleno y el Rey eran unánimemente
proclives a la neutralidad, Lerroux siguió nadando en aguas pantanosas
defendiendo se diesen facilidades a la exportación de ganado mular a
Francia por sus necesidades en el conflicto. El listo abogado ya
apuntaba maneras en el tratar de obtener beneficios personales de
asuntos públicos, hasta que años más tarde se viera salpicado por el asunto del estraperlo que ya comentamos en este mismo foro.
El dilema del Rey
La disputa entre ambos bandos, afortunadamente nada bélica aunque
belicista, quedaba obviamente en apasionados debates dialécticos. Aunque
no se vayan a creer que quedaba en la calle, los cafés o en los
círculos periodísticos y políticos. Hasta el propio monarca tenía el
conflicto en su propia casa: la Reina Madre era austriaca y, en su
consecuencia, era proclive a los intereses de las potencias
centroeuropeas, mientras que la Reina consorte era inglesa y, por ende,
sus hermanos luchaban en las filas de la Entente (de hecho uno de ellos
moriría en las trincheras de Bélgica). Don Alfonso tuvo
que bregar con la incómoda situación “doméstica” a la par que
desarrollaba una ingente labor humanitaria. El Palacio Real se había
convertido, en una feliz expresión de un amigo personal del Rey, “en una
Cruz Roja en miniatura”. Las estadísticas sobre su labor son harto
elocuentes: 5.000 peticiones de repatriación de heridos graves, 25.000
investigaciones familiares en los territorios ocupados, 4.000 cartas
diarias en el correo. Su labor fue ensalzada por la Sorbona parisina,
así como por el arzobispo de Malinas. Justo es que se lo reconozcamos
nosotros también.
El Gobierno, y el propio Rey, sí tenían un sueño a lograr mediante la neutralidad: el convertirse en árbitros de una futura paz.Como queda dicho, las disputas quedaron en el ámbito dialéctico. Decía García Venero que “el gran gendarme de la neutralidad era el pueblo, pese a las filias y a las fobias. Morir por Guillermo II, la Tercera República Francesa, Jorge V, Francisco José o Nicolás II
no era apetecible para la mayoría absoluta de los españoles”. Dicho en
román paladino, que nos importaba un ardite el asunto, habida cuenta de
los problemas patrios, que ya eran bastantes y asaz graves como para
mantenernos ocupados.
Pero el Gobierno, y el propio Rey, sí tenían un sueño a lograr
mediante la neutralidad: el convertirse en árbitros de una futura paz.
Dicho sueño se contiene en una misiva que el propio Dato enviara a Maura
y en la que se puede leer “¿No serviríamos mejor, a los unos y a los
otros, conservando nuestra neutralidad, para tremolar un día la bandera
blanca y reunir, si tanto alcanzáramos, una Conferencia de Paz en
nuestro país, para que pusiera término a la presente lucha? Para eso
tenemos linaje y autoridad moral, y quién sabe si a ello seremos
requeridos”. Bonito sueño que quedó en quimera, pero ahí quedaron los
beneficios para la economía del país, desaprovechados luego con el
espiral especulativo post-bélico, y la gran imagen de la monarquía
española en aquel momento.
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