CARTA DE UNA ZORRA,
dirigida al juez de la Audiencia Nacional Juan
del Olmo, y motivada porque este juez ha dictado una sentencia en la que
afirma: «Que llamar zorra a una mujer
no es delito, ni falta, ni nada, porque quien usa ese adjetivo en
realidad lo que quiere decir es que dicha mujer es astuta y sagaz». En
base a ello, he aquí el escrito que le ha remitido una ciudadana:
"Estimado juez Del Olmo:
El motivo de esta misiva no es otro que el de solicitarle amparo
judicial ante una injusticia cometida en la persona de mi tía abuela
Felicitas y que me tiene un tanto preocupada. Paso a exponerle los
hechos:
Esta mañana mi tía abuela Felicitas y servidora nos hemos
cruzado en el garaje con un sujeto bastante cafre que goza de una
merecida impopularidad entre la comunidad de vecinos. Animada por la
última sentencia de su cosecha, que le ha hecho comprender la utilidad
de la palabra como vehículo para limar asperezas, y echando mano a la
riqueza semántica de nuestra querida lengua española, mi querida tía
abuela, mujer locuaz donde las haya, le ha saludado con un jovial "que
te den, cabrito".
Se ha puesto como una energúmeno, oiga. De poco me
ha servido explicarle que la buena de mi tía abuela lo decía en el
sentido de alabar sus grandes dotes como trepador de riscos, y que en
estas épocas de recortes a espuertas, desear a alguien que le den algo
es la expresión de un deseo de buena voluntad.
El sujeto, entre
espumarajos, nos ha soltado unos cuantos vocablos, que no sé si eran
insultos o piropos porque no ha especificado a cuál de sus múltiples
acepciones se refería, y ha enfilado hacia la comisaría más cercana
haciendo oídos sordos a mis razonamientos, que no son otros que los
suyos de usted, y a los de mi tía abuela, que le despedía señalando
hacia arriba con el dedo corazón de su mano derecha con la evidente
intención de saber hacia dónde soplaba el viento.
Como tengo la
esperanza de que la denuncia que sin duda está intentando colocar esa
hiena -en el sentido de que es un hombre de sonrisa fácil- llegue en
algún momento a sus manos, le ruego, por favor, que intente mediar en
este asunto explicándole al asno -expresado con la intención de destacar
que es hombre tozudo, a la par que trabajador- de mi vecino lo de que
las palabras no siempre significan lo que significan, y le muestre de
primera mano esa magnífica sentencia suya en la que determina que llamar
zorra a una mujer es asumible siempre y cuando se diga en su acepción
de mujer astuta.
Sé que es usted un porcino -dicho con el ánimo de
remarcar que todo en su señoría son recursos aprovechables- y que como
tal, pondrá todo lo que esté de su mano para que mi vecino y otros
carroñeros como él -dicho en el sentido de que son personas que se comen
los filetes una vez muerta la vaca - entren por el aro y comprendan que
basta un poco de buena voluntad, como la de mi tía abuela Felicitas,
para transformar las agrias discusiones a gritos en educados
intercambios de descripciones, tal y como determina usted en su
sentencia, convirtiendo así el mundo en un lugar mucho más agradable.
Sin más, y agradeciéndole de antemano su atención, se despide
atentamente, una víbora (evidentemente, en el sentido de ponerme a sus
pies), enviándole mis más respetuosos saludos a las zorras de su esposa y
su madre"
CIUDAD
DE MÉXICO — En México, la Revolución de octubre fue devorada por la
Revolución mexicana. Pese a las resistencias del Partido Comunista
Mexicano, la inocente ideología nacionalista y social de la Revolución
mexicana ganó la partida a todo intento de marxismo-leninismo autóctono.
En México, Lenin y Trotsky nunca pudieron competir contra Villa y
Zapata.
La
Revolución mexicana antecedió a la rusa por seis años. Estalló como un
levantamiento contra la dictadura de Porfirio Díaz, instauró un régimen
democrático que culminó en 1913 con el asesinato del presidente
Francisco I. Madero, tras el cual se desató una guerra civil entre las
facciones que seguían a los caudillos populares Villa y Zapata y a los
ejércitos Constitucionalistas de Obregón y Carranza, que resultaron
triunfantes. En febrero de 1917, mientras se instauraba en Rusia el
fugaz gobierno provisional y el zar estaba a unos día de dimitir, la
fracción victoriosa redactó una nueva Constitución cuyos principales
artículos se apartaban del liberalismo clásico, fortalecían al Estado y
al poder ejecutivo, y recogían importantes banderas sociales, algunas de
sus adversarios: reforma agraria, legislación obrera, nacionalización
de los recursos naturales, educación universal. Cuando en octubre de ese
año estalló la Revolución rusa, los revolucionarios mexicanos
permanecieron tranquilos. Con plena convicción y sinceridad podrían
presentar a la Revolución mexicana como amiga y hasta precursora del
movimiento bolchevique.
Aunque
el Partido Comunista Mexicano fue fundado tempranamente en 1919 a las
órdenes de la Internacional Comunista, pocos países tuvieron tanto éxito
en neutralizar a la Revolución rusa como México. La razón es sencilla:
México avanzaba con su propia revolución.
En
el ámbito cultural y educativo, por ejemplo, el renacimiento de la
pintura y las artes y la cruzada alfabetizadora de José Vasconcelos en
los años veinte no palidecían frente al modernismo ruso y el plan
educativo de Lunacharski. De hecho, México fue el primer país en
establecer relaciones diplomáticas con la URSS, cuya primera embajadora
—Alexandra Kolontái, famosa impulsora del amor libre— fue recibida con
honores. Este acercamiento entre las dos revoluciones provocó la
histeria del embajador americano Sheffield y halló eco en las empresas
petroleras que temían una inminente expropiación. La prensa de Hearst
habló del “Soviet Mexico” y, en un episodio poco conocido de la historia
diplomática, en junio de 1927 el presidente Coolidge consideró
seriamente la opción militar contra su vecino revolucionario. Gracias a
la intervención del senador Fiorello La Guardia, el tema se resolvió con
un inteligente cambio de embajador: el banquero Dwight Morrow llegó a
México, ayudó a reestructurar la deuda y las finanzas públicas, se hizo
consejero de políticos y tuvo el instinto genial de hacerse amigo y
mecenas de artistas que, tras la crisis de Wall Street en 1929, estaban
seguros de que el futuro pertenecía a la Unión Soviética y al comunismo.
Los más famosos, por supuesto, fueron Diego Rivera y Frida Kahlo,
pero muchos escritores jóvenes —entre ellos el combativo Octavio Paz y
su amigo José Revueltas— comulgarían por décadas con esa creencia: la
URSS era “la tierra del porvenir”.
Declarado
ilegal en 1929, reprimidos, encarcelados y asesinados muchos de sus
miembros, el Partido Comunista Mexicano retomó cierta fuerza en el
sexenio de Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940, pero sobre él volvió a
obrar el efecto domesticador. Era imposible competir desde la izquierda
con un gobierno tan claramente revolucionario como el de Cárdenas, que
repartió 17 millones de hectáreas, expropió a las empresas petroleras en
1938, y contó con el apoyo del movimiento obrero organizado en una
central única: la Confederación de Trabajadores de México, cuyo líder,
el intelectual Vicente Lombardo Toledano (admirador de la URSS y viajero
frecuente a Moscú), fue la representación misma de esa convivencia
funcional y pacífica entre las dos revoluciones. En los años treinta, a
los ojos de Moscú, el gobierno de Cárdenas era la versión mexicana del
frente popular antifascista. Por esa razón, los comunistas mexicanos
fueron obligados a entregar los sindicatos que controlaban al partido
oficial, el Partido de la Revolución Mexicana, que en 1946 adoptó el
oxímoron definitivo de Partido Revolucionario Institucional.
Acaso
la prueba mayor de autonomía mexicana con respecto de la Revolución
soviética sobrevino en 1937, con el asilo que —a petición de Diego
Rivera— otorgó Cárdenas a Trotsky. La negativa del PCM a participar en
el asesinato del jefe del Ejército Rojo, lo que ocurrió finalmente en
1940, selló su destino como partido: al llegar la Guerra Fría, mientras
el PRI podía ostentarse ya abiertamente como una alternativa
nacionalista y progresista frente al comunismo, el PCM se encontraba al
borde de la extinción, y, en esa marginalidad, que fue acentuada por su
falta de registro oficial, siguió hasta los años sesenta, acompañado
solo por sindicalistas ferroviarios y magisteriales y algunos artistas
famosos.
Al
morir Frida Kahlo en 1954, recibió el primer homenaje rendido a un
artista en el Palacio de Bellas Artes: su féretro cubierto por la
bandera de la hoz y el martillo. El funcionario que permitió esa
intromisión simbólica fue despedido, pero el acto fue emblemático de una
nueva vigencia del comunismo en México, no a través del PCM sino de los
ámbitos artísticos, académicos y literarios donde el marxismo comenzaba
a tomar nuevos bríos gracias a la influencia de las obras de Jean Paul
Sartre. Con todo, en la arena política, el PRI reinaba sin disputa. Al
menos hasta el movimiento estudiantil de 1968, cuando empezó a
resquebrajarse su dominio sobre las nuevas clases medias, el partido
oficial era una alianza todopoderosa donde, excluyendo los extremos,
cabía desde la derecha hasta la izquierda.
Ni
siquiera la Revolución cubana modificó el estado de cosas. Hábilmente,
al abstenerse de condenar a Castro y expulsar a Cuba de la OEA en 1962,
el régimen del PRI se convirtió en el mediador tácito entre Estados
Unidos y la Revolución cubana, el gobierno “tapón” que protegería a toda
Norteamérica del comunismo, a cambio de sostener una retórica
nacionalista. El compromiso con La Habana fue claro: México —de cuyas
costas había salido la expedición castrista del Granma en 1956—
defendería diplomáticamente, en la medida de lo posible, a Cuba de
Estados Unidos, a cambio de que no hubiese guerrilla en México. Si bien
la hubo en los años setenta, alcanzó una dimensión e impacto
considerablemente menores que en el resto de América Latina.
Aunque
el régimen de Castro pactó con el gobierno de la Revolución mexicana,
lo cierto es que entre las generaciones jóvenes el prestigio de la
Revolución cubana opacó a la mexicana, a la que veían como anticuada,
rígida y falsa. En los años setenta —y por tres décadas más— el marxismo
en todas sus variantes se convirtió en la vulgata de las universidades
públicas mexicanas. Sin embargo, los gobiernos del PRI no se inmutaron
mayormente ya que el PCM, legalizado en 1978, obtuvo apenas el 5 por
ciento de los votos en las elecciones de 1979. De poco valió el esfuerzo
de modernización de los comunistas mexicanos para tomar distancia del
bloque soviético e ir más allá de los votantes universitarios.
En
1981, el PCM llegó al extremo de autodisolverse, con la esperanza de
tender puentes con otras formaciones de izquierda, ligadas a las
universidades públicas. El PRI, se decía en broma en aquellos años, no
necesitaba formar a sus jóvenes militantes, pues para ello estaba el
Partido Comunista, del cual salían algunos de los cuadros que renovaban a
una élite gobernante donde ser socio de Washington, estalinista
convencido y vociferante antiimperialista no era una contradicción.
La
Revolución mexicana, con su ecléctico nacionalismo, absorbió y
domesticó a la Revolución rusa, logrando que México fuese, a mediados de
los años ochenta, uno de los pocos países del mundo donde los
trotskistas tenían presencia oficial en el congreso. Una política
internacional amiga del Pacto de Varsovia (y de su marioneta, el
Movimiento de los No Alineados), le permitía al PRI ejercer la mano dura
contra la izquierda mexicana, como ocurrió en 1968 o durante los años
setenta, cuando guerrillas urbanas de inspiración maoísta o guevarista
fueron cruentamente reprimidas ante la indiferencia de La Habana y
Moscú. Cuando a los guerrilleros mexicanos se les ocurría secuestrar
aviones rumbo a Cuba, el régimen de Castro los repatriaba de inmediato o
los recluía bajo condiciones penosas.
El
cuadro comenzó a cambiar en 1988, cuando el ala izquierda del PRI,
inspirada en el sexenio de Lázaro Cárdenas y encabezada por su hijo,
Cuauhtémoc Cárdenas, abandonó el partido. Los partidos de la vieja
izquierda alojaron a estos disidentes del PRI en su sede, les cedieron
su registro y postularon a Cárdenas a la presidencia. Solo un fraude
electoral impidió su triunfo, pero en vez de tomar las armas, en 1989
Cárdenas discurrió un cambio que ni siquiera su padre había podido
vislumbrar: la unión de toda la izquierda (comunista, trostskista,
guevarista, nacionalista, socialista) en un partido, el Partido de la
Revolución Democrática. Aunque derrotado en 1994 y 2000, el PRD entró al
nuevo siglo como una institución consolidada con fuerte presencia en
las legislaturas y gobiernos de los estados, municipios, y en el enclave
decisivo de la ciudad de México, cuyo gobierno recayó en un popular
líder de origen priista, cercano a Cárdenas pero que muy pronto tomaría
vuelos propios e insospechados: Andrés Manuel López Obrador.
Desde
el año 2000, tras el desvanecimiento del Subcomandante Marcos, un
guerrillero inspirado en el Che Guevara que trocó la bandera marxista
por un ideario indigenista, López Obrador se convirtió no solo en el
líder sino en el caudillo populista de la izquierda mexicana. En 2006
contendió a la presidencia, estuvo a unas décimas de ganar el poder y
acusó al gobierno de haberlo defraudado. Significativamente, en su
cuarto de guerra no quedaba ningún comunista y sí muchos priistas de los
años setenta, ochenta y noventa. Una vez más, la Revolución mexicana
había devorado a la Revolución rusa.






